A veces siento que las organizaciones han reaccionado frente a la locura de los cubículos del mismo modo que lo hacen los individuos cuando se dan cuenta que algo no funciona: haciendo justo lo contrario. Esta lógica, una especie de “mejora bipolar de procesos”, lleva a conductas o decisiones que no terminan siendo del todo racionales.
Mejor me pongo concreto, así no pierdo lectores. Me refiero a la “oficina abierta” o “espacio abierto” que tienen muchas organizaciones que intentan humanizar su entorno de trabajo. Claramente el extremo opuesto del cubículo, la falta completa de divisiones trae nuevos problemas. El principal en mi experiencia es la falta de privacidad. Ojo, privacidad no del individuo, sino del equipo. La unidad en la agilidad es el equipo, al que en parte pisoteamos si derribamos absolutamente todas las paredes.
¿En qué se siente la falta de privacidad? Falta de paredes desde donde irradiar información y sobre todo falta de paredes que aislen el ruido provocado por las conversaciones de sus integrantes. Los equipos que (sobre)viven en una oficina diáfana necesitan de la infame sala de reunión para tener la más mínima conversación animada. Esto incluye obviamente cualquier tipo de encuentro propio de varios métodos ágiles, como un standup meeting o una retrospectiva.
Y cuando digo pared, no tiene por qué ser opaca, claro. Actualmente estoy convenciendo a un cliente que en sus nuevas oficinas divida el espacio con paredes de acrílico. Gano espacio de irradiación, hablo tranquilo y sigo en contacto visual con mis compañeros de organización. Cuando esta división sea una realidad les cuento las nuevas alegrías y tristezas del caso.
La ventana indiscreta (o cómo un poco de privacidad no viene nada mal)